De pequeño revoloteaba todo el día por la terraza de su casa, la de mis abuelos, que era una auténtica selva de macetas y plantas de todos lo tipos y tamaños posibles. Tenía que tener mucho cuidado con sus cactus, ya que en demasiadas ocasiones terminaba con alguna púa entre mis pequeños y curiosos dedos. Creo que llegué a odiarlos... ¡y ahora me parecen maravillosos!
Y ahora, en nuestra pequeña buhardilla madrileña, no hay terraza... pero tenemos alguna planta y, casi siempre, un ramo de flores blancas y olorosas. Aún así, echo de menos disfrutar de un jardín privado: de un pequeño y raro jardín.
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